Mi madre, antes de despedirse de mi un enero, me regaló unas medias largas de navidad con motivos de Papá Noel.
Aquel fin de semana llevaba 4 mil dólares que iba a utilizar en una transacción poco transparente, ya que si las armas de fuego de uso civil y cinegético fueran comercializadas de manera sencilla a través de las autoridades, no habría la necesidad de conseguirlas en el mercado negro. Esperaba a un coyote malevo a quien pagarle unas retrocargas y una Browning .223, entre los límites de Guanajuato y Michoacán.
Estoy en contra de la corrupción, pero si no me apego a las reglas de un país donde las leyes se les aplican solo a quienes las cumplen, firmo mi sentencia de muerte. Las armas de fuego, además de ser imprescindibles para la cacería, son un mal necesario para proteger el hogar y los bienes.
Guardé lo que pensaba gastar en gasolina y viáticos en la caña de mis botas piteadas, lo demás lo escondí dentro del calcetín invernal derecho, antes de bajarme en el Titanic con 2 puños de billetes repartidos en los bolsillos y la cartera.
Al día siguiente debía entregar el dinero y tenía la noche libre.
Desconozco la razón, pero en todo el Bajío, incluida la parte que le toca a Michoacán, hay un antro llamado “Titanic”, garantía de diversión. Algunos de esos locales con tubos, otros con espejos en el techo y todos, con un motel anexo. Tan vez se trate de una marca registrada tipo Mc Donalds.
Cuando pedí una cubeta de cervezas la conocí. Era una morena hermosa de cabellos ensortijados en rulos apretados, de esas chicas que solo se ven en el carnaval de Río de Janeiro. Yo iba solo, a ella la acompañaba una pistola Derringer poblana en el liguero. No sentí desconfianza, eso quería decir que ella se defendía sola y no necesitaba chulo.
Y como dijo Joaquín Sabina: nos dieron las 10 y las 11, las 12 la 1, y las 2 y las tres.
Cuando nos fuimos al cuarto anexo al Titanic, quedé física y metafóricamente desnudo. Pero como decía mi abuela que el enfriamiento entra por los pies, siempre voy a la cama en calcetines aunque ande en pelotas.
Cuando al día siguiente abrí los ojos, perdí la respiración, mi pulso se aceleró y el corazón me hizo vomitar del vuelco que él solito se dio. En el buró ya no estaban mi cartera, ni mis pantalones, ni mis botas piteadas debajo de la cama. Tampoco estaba la china en la King Size.
No recuerdo todo lo que hicimos, solo sé que me dolían un poco las hemorroides en la mañana por culpa de unas técnicas que utilizó la morucha a las que les apodaba “el marchazo”, pero otras cosas me preocupaba aún más: ¡el dinero! Esa mañana o pagaba o cuello.
Salí encuerado, envuelto solo en una toalla que olía a jabón chiquito, sin pantalones, sin calzones, y con unas pantuflas que me regalaron en la recepción que decían: “Bienvenido al Motel Titanic”. Eso sí, llevaba las medias navideñas que me regaló mi madre, las cuales por fortuna jamás me quité. Feliz del marchazo, y de haber hecho el amor con calcetines.